Son las 6 y media de la mañana en las entrañas de la Central Line de Londres, nadie habla, la estruendosa marcha del metro envuelve una atmósfera de resignación dentro del vagón.
Yo no soy Adrián Góngora, me he convertido en una sombra más de las que pueblan las venas bajo la epidermis de asfalto de la ciudad antigua. No soy nadie, no somos nadie, no nos vemos, no hablamos unos con los otros, no participamos en nada durante el tiempo que estamos allí abajo. Decía Francisco Umbral que la ciudad no existe, que es una locura; la ciudad existe porque la sueñan los que bajo ella se amontonan y aun tienen esperanzas. Recibí aquella definición con indiferencia y años después me encuentro metido dentro de la imagen que describió.
Delante de mí duerme un gigante, tiene rasgos de Europa del Este; lo que más llama la atención aparte de su envergadura es su rostro brutal surcado de arrugas, semejante a las caricaturas de cacos de Francisco Ibáñez; además sus enormes manos están llenas de callos, podrían ser utilizadas perfectamente como armas blancas, resultado del trabajo duro desde la infancia, de una guerra ya olvidada o de dormir a la interperie. Allí estaba el gigante durmiendo profundamente y yo con mi mente disuelta en el aire de ficción del Metro.
Me pregunté cómo sería la vida del gigante, ¿a quién le importaría esa mole, a quién apreciaría él? Igualmente me pregunté lo mismo con un hombre con rasgos indios que iba enfundado en un traje impecable, o de la chica que vestía también formal, pero con zapatillas de deporte, que también dormía como un tronco.
Obviamente es una pregunta ociosa, estéril, sin la menor importancia. Efectivamente, toda esa gente me dio igual; una indulgente indiferencia hacia el prójimo, una mirada vacía hacia las almas perdidas en un tubo de hormigón. Una amiga de mi universidad me comentó preocupada que se temía haberse vuelto peor persona desde que llegó a Londres hace unos meses, que su empatía parecía desgastada, su voluntad más interesada y su mirada más áspera. Le dije que no se preocupara, simplemente se estaba aclimatando a la ciudad, lo cual, por supuesto, no le alivió la preocupación si no que normalizar la otredad fue más terrible. Sin embargo, yo sí estaba tranquilo a pesar de que yo también me notaba más insensibe e incluso a vil a ratos; no sabía exactamente por qué, solo sabía que la ciudad funcionaba de esa manera y que no conviene llevarle la contraria.
Recientemente descubrí el por qué de esta tranquilidad con tintes girses y opacos. Fue, de manera paradójica, viendo una película bastante mala: Shortbus (2006). La película hace aguas tanto técnicamente como a nivel de guion, sin embargo, hay algo emocionante en descubrir cierto brillo en las películas malas, ese momento de lucidez fugaz que te aporta algo nuevo hace que merezca la pena en acudir a ver películas con riesgo. La película se sitúa en Nueva York, en cierto punto de la historia hay un señor mayor gay que le dice a otro más joven:
-Nueva York es adonde vienen todos a ser perdonados, dime, ¿Qué has hecho tú? Seguro que no es nada grave.
-¿Cómo puede saberlo?
-Lo sé, sé que hiciste cuanto pudiste. Pero imagina que has crecido aquí, como yo. El hogar… es el que menos perdona.
Ahí está, por eso me sentía tranquilo a pesar de que la frialdad hacía nido en mí. En Londres, al igual que en Nueva York, eres solo uno entre decenas de millones de personas, no le importas a nadie y no te importa apenas nadie, precisamente esa corriente imparable de indiferencia es la llave de la liberación. Puedes empezar de cero, crear un personaje o quitarte lastre, reinventar tu personalidad o simplemente encontrarte. Así hay quienes buscan en el perdón, no por haber hecho algo malo, si no para darse una segunda o tercera oportunidad a ellos mismos, un horizonte abierto. Es irónico además que en la capital europea del dinero y las inversiones lo más cotizado sea el afecto.
El hogar, es verdad, no perdona. No hablo de pecados, hablamos de que cada vez que vuelvas y mires tu hogar, el hogar te devolverá la mirada de lo que has sido y de lo que sigue siendo parte de ti. Además lo hace sin ninguna piedad y con una eficacia extrema, con todos los buenos momentos que atesoras en tu corazón, los caminos que dejaste y la culpa sorda con la que se construye una familia.
No, la ciudad no existe, la ciudad una locura, una invención, una esperanza, una mentira. La sueña desde allá abajo los que van en Metro, ánimas del purgatorio en el túnel, justos en multitud, limbo húmedo, catacumba veloz. No existimos, no tomamos el café, no hacemos el amor. Sólo nos sueña, desde lo profundo, un hombre silencioso que va en metro.
Mortal y rosa (1975) de Francisco Umbral


